21/4/11

Cuento (1)

Simplemente desapareció.

Serían las 8 de la mañana cuando la familia Ibañez tomaba su desayuno.
-Como siempre, todos nos habíamos levantado temprano- decía la señora Gabriela Ibañez con lágrimas en los ojos.
Huevos revueltos con jamón, pan tostado, jugo de naranja, café o leche. Lo de siempre. Julián Ibañez y los hijos Dalia e Ícaro Ibañez,como era su costumbre, comían lo preparado de manera mecánica.
-¿Qué esperaban que hiciéramos? Si siempre preparaba los mismos malditos huevos, yo estaba harto, supongo él también- gritaba años después Julián Ibañez a sus compañeros de trabajo en medio de una cantina, ya ebrio, con el cuerpo vacío. Pero ese día, Julián permanecía ahogado en las letras del diario matutino, que mostraba los catástrofes del día a día sin que él imaginara que dentro de poco nadaría por las páginas amarillas que ahora le parecían tan absurdas. Repentinamente echaba miradas a los tres comensales que asistían a su banquete. Porque era suyo, su momento del día, de nadie más. Donde todos le servían sin esperar nada a cambio mientras el gozaba con su tiranía.
- Pásame los frijoles - ordenaba fríamente a Dalia, interrumpiendo al tenedor que planeaba graciosamente hacia los labios de la joven. -¿Ya está el café?- gritaba imperativamente a la señora Gabriela Ibañez, que feliz por llegar a tomar asiento y comenzar a disfrutar de sus creaciones, después de servir a sus criaturas, tenía la obligación de responder ante semejante orden. -Sírveme mas jugo- e Ícaro, evadiendo los obstáculos que se interponían entre el y la jarra rosada, estiraba a mas no poder su brazo apenas rozando el asa, haciendo un esfuerzo por acercarla mentalmente, solo para que su padre interrumpiera sus intentos, agarrando el jugo que estaba a menos de tres vasos de distancia de el señor de la casa. Se servía el jugo, y exclamaba lo mismo de todos los días, -Son una bola de inútiles- levantaba su pesado cuerpo, monte de carne y huesos, y salía de la cocina.

Al rededor de las 9:30, quizá acercándose mas a las 10, Gabriela Ibañez prendía el boiler, para calentar el agua que la despertaría totalmente ese sábado en la mañana. Sin su baño no era nada, sino un autómata. No entendía como era posible que cada sábado, cuando ella salía a comprar pan, sin que la luz del sol saliera completa aún, se encontrara siempre a su hija llegando campante y sin señal de agotamiento. Su maquillaje corrido, el cabello transformado en el mas vil nido de ratas, y siempre con una prenda distinta de las que llevaba puesta la noche anterior. Su cuarto era ya un museo de prendas, de estilos disonantes que cada Sábado adquiría una nueva pieza que contrastaba con lo ya contrastante. Dalia, sonriendo, se acercaba a su madre, ésta esperaba siempre el aliento agrio del alcohol, o el rugoso aroma del tabaco en el cuerpo de su hija. Pero nunca lo encontraba, conservaba el mismo aroma a jacaranda que desde nacida impregnaba el aire que acariciaba su cabello. Nunca había nada que recriminarle. Salvo las siempre presentes lágrimas puestas en evidencia por el rimel que la noche anterior habían escurrido por las mejillas de Dalia.
-Las lágrimas de una mujer nunca se cuestionan- pensaba Gabriela, al ver cada sábado en la mañana a su hija. Viajaba entre las memorias de su adolescencia, en las lágrimas de su hija veía sus lágrimas pasadas, sus desamores, al primero y al único, a Javier.-Al único que nunca olvidaré... después de mi marido claro está- se apuraba a rectificar.

A las 10:30, habiendo terminado en silencio algunas tareas domésticas y sin intercambiar ni una simple letra, Dalia e Ícaro se retiraron a su respectiva habitación. Parecían tener su propio pequeño espacio, kilométricamente separados entre sí y del resto de la casa. Eran espacios únicos y aparentemente independientes de todo lo que ocurría en el resto del mundo. Dalia, en el fondo del pasillo giraba ala derecha, abría una enorme puerta blanca que poco reflejaba el caos que reinaba dentro del lugar. Dentro de aquel cubo perfecto solo se encontraban dos cosas, una cama antigua de caoba, siempre bien arreglada con sábanas color de nieve; y el desorden. Al entrar, Dalia se quitó el terrible suéter gris que la envolvía, y dejó al descubierto una blanca camiseta holgada. Siempre vestía de blanco. Realmente no sabía porqué, pero sentía el deber de hacerlo. Su madre, siempre le recriminaba tal hecho.
-¿Porqué siempre de blanco Dalia? Tus ojos negros espantan- Eran dos soles negros, en medio de un cielo níveo. No le servía que el blanco remarcaba lo pálido de su rostro y marcaba sus venas como ríos de lluvia en un desierto de sal. No le favorecía, pero era feliz haciéndolo.
-Eres como tu abuela. Siempre con esa necia falta de calor- Dalia no recordaba a su abuela, pero tenía un retrato de ella sobre su cama. Esa pequeña sección de su cuarto era lo único que no parecía tener sentido, recordaba a una escena en blanco y negro de alguna antigua película, donde una mujer, cuyos ojos no envidiaban al negro profundo, era la única protagonista. Dalia no recordaba a su abuela, en verdad no lo hacía, pero esa foto ambigua, llena de contradicciones cromáticas le hacía sentir una inmensa alegría. Ella quería convertirse en esa mujer. Ese recuerdo era su santuario. Ahí estaba ella, viviendo el blanco y el negro en una televisión technicolor. En medio de un mundo de desorden donde todo le obligaba a seguir ríos, corrientes, donde al final,como cardumen de sardinas, se estancaban estáticas en un orden ilógico, bello, pero realmente ilógico.